Si usted hiciera un estudio de su familia, se daría cuenta de que existen cuatro tipos de personas:
El tratamiento de esta terrible enfermedad (la obesidad)
se dejó en manos de grandes corporaciones como Weight Watchers, así como de varios charlatanes que estaban interesados principalmente en vender el último «milagro» para perder peso. Los profesionales de la salud ni siquiera estábamos remotamente interesados en la nutrición. En lugar de ello, la profesión médica parece obsesionada con encontrar y prescribir el más novedoso fármaco a la venta:
No obstante, todas las enfermedades crónicas tienen una sola causa
pero por biotipo les da diferentes tipos de enfermededades cronico - degenerativas y neuro - degenerativas a cada persona. Todo ello pueden contribuir al problema en distintos grados. Por ejemplo, las enfermedades cardíacas se deben a un buen número de factores relacionados (la historia familiar, el sexo, el tabaquismo, la diabetes, el colesterol alto, la presión arterial elevada y la falta de actividad física, por nombrar solo unos pocos) y este hecho es bien aceptado, pero esto tiene solo una causa: el consumo de lácteos y azucares (carbohidratos refinados y naturales como el consumo excesivo de fruta y verduras almidonosas) y pan, pastas y harinas ,
siendo así también el caso en el ámbito de la investigación acerca de la obesidad.
El otro gran obstáculo que impide comprender la obesidad es que nos enfocamos en estudios a corto plazo. Por lo general, la obesidad tarda décadas en desarrollarse plenamente. Sin embargo, a menudo nos basamos en la información que ofrecen sobre ella estudios que han hecho el seguimiento de casos a lo largo de tan solo algunas semanas.
La obesidad, es una enfermedad que se desarrolla a largo plazo. Los estudios a corto plazo no parecen proporcionar la información necesaria. Aunque entiendo que las investigaciones no son siempre concluyentes, espero que este articulo, que se basa en lo que he aprendido a lo largo de veinte años y ejemplo personal ayudando a pacientes con diabetes tipo 2 a perder peso permanentemente para que puedan lidiar con su enfermedad, ofrezca un armazón sobre el que poder construir.
La medicina basada en las pruebas no significa aceptarlas todas a rajatabla, pues algunas son poco consistentes. A menudo leo declaraciones del estilo «las dietas bajas en grasas demuestran revertir completamente las enfermedades del corazón». Y la referencia es un estudio llevado a cabo con cinco ratas. Esto apenas puede considerarse una prueba. En nuestras investigaciones y la que publicamos en esta página web, hago referencia solo a estudios realizados con seres humanos
, y en general únicamente a aquellos que han sido publicados en revistas de alta calidad y revisadas por pares. No se mencionarán estudios llevados a cabo con animales en esta página web.
La razón de esta decisión se puede ilustrar por medio de la parábola de la vaca y los leones:
dos vacas estaban hablando de los últimos estudios nutricionales, que se habían hecho con leones. Una vaca le dijo a la otra:
«¿Has oído que hemos estado equivocadas estos últimos doscientos años? Las investigaciones más recientes demuestran que comer hierba es malo para nosotras y que comer carne es bueno». Así que las dos vacas empezaron a consumir carne. Poco después, enfermaron y murieron.
Un año después, dos leones estaban hablando de los últimos estudios nutricionales, que se habían hecho con vacas. Un león le dijo al otro que las investigaciones más recientes demostraban que comer carne mataba y comer hierba era bueno. Así pues, los dos leones empezaron a consumir hierba, y murieron.
¿Cuál es la moraleja de la historia? Que no somos ratones ni ratas. No somos chimpancés ni monos araña. Somos seres humanos, y por lo tanto debemos tener en consideración solamente los estudios realizados con humanos. como autores de esta página estamos interesados en la obesidad que afecta a las personas, no la que afecta a los ratones.
En la medida de lo posible, nos centramos en los factores causales (LA CAUSA) más que en los estudios asociativos(NO ATACAR SINTOMAS). Es peligroso suponer que, puesto que dos factores están asociados, uno es la causa del otro. Un ejemplo de ello es el desastre que ha supuesto aplicar la terapia de reemplazo hormonal a las mujeres posmenopáusicas. La terapia de reemplazo hormonal se asoció con un menor índice de enfermedades cardíacas, pero eso no significaba que fuera la causa de ello. Sin embargo, en el ámbito de la investigación nutricional no siempre es posible evitar los estudios asociativos, ya que ofrecen a menudo las mejores pruebas disponibles.
Hay una cuestión que siempre me ha inquietado: ¿por qué hay médicos con sobrepeso? Reconocidos como autoridades en cuanto a la fisiología humana, los médicos deberían ser verdaderos expertos en lo que atañe a las causas y los tratamientos de la obesidad. Además, la mayoría de ellos son muy trabajadores y disciplinados. Puesto que nadie quiere estar grueso, los doctores en particular deberían saber cómo permanecer delgados y sanos y aplicarse en ello.
En tal caso, ¿por qué hay médicos con sobrepeso?
La receta estándar para perder peso es «come menos y muévete más», parece perfectamente razonable. Pero ¿por qué no funciona? Tal vez la gente que quiere adelgazar no sigue este consejo. La mente está dispuesta, pero la carne es débil. Sin embargo, piensa en la autodisciplina y la dedicación que son necesarias para estudiar la carrera de Medicina y sacarse la licenciatura, ser pasante, y residente. Es difícil concebir que los médicos con sobrepeso simplemente carecen de fuerza de voluntad para seguir sus propios consejos.
Esto abre las puertas a la posibilidad de que el consejo convencional sea incorrecto. Si lo es, todo el conocimiento que tenemos acerca de la obesidad es fundamentalmente defectuoso, dada la actual epidemia de obesidad, sospecho que este es el escenario más probable. Así que tenemos que comenzar desde el principio: debemos empezar por comprender profundamente la enfermedad que es la obesidad humana.
Debemos partir de la pregunta más importante que cabe hacerse en relación con la obesidad o con cualquier otra enfermedad: ¿qué la causa?
No dedicamos tiempo a abordar esta cuestión crucial porque pensamos que ya sabemos la respuesta. Parece muy evidente: es cuestión de las calorías que entran en nuestro organismo en comparación con las que salen.
Una caloría es una unidad de energía alimentaria utilizada por el cuerpo para diversas funciones, como respirar, construir nuevos músculos y huesos, bombear sangre y otras tareas metabólicas, aunque una parte de esa energía se almacena como grasa. Las calorías que entran son la energía alimentaria que consumimos. Las calorías que salen son la energía que se emplea para llevar a cabo funciones metabólicas como las mencionadas.
Cuando la cantidad de calorías que ingerimos supera la cantidad de calorías que quemamos, decimos que el resultado es que ganamos peso. Es decir, cuando comemos demasiado y hacemos poco ejercicio, engordamos. Esta "verdad" parece tan evidente que no cuestionamos si se corresponde con la realidad. ¿Lo hace?
El exceso de calorías puede ser la causa inmediata del aumento de peso, pero no su causa última.
¿Cuál es la diferencia entre ambos tipos de causas? La primera es inmediatamente responsable, mientras que la causa última es la que inició la cadena de acontecimientos.
Consideremos el alcoholismo. ¿Qué lo causa? La causa inmediata es «beber demasiado alcohol», lo cual es innegablemente cierto, pero no particularmente útil. El problema y la causa son uno y el mismo en este caso, ya que alcoholismo significa ‘beber demasiado alcohol’. El consejo terapéutico que solo contempla la causa inmediata («Deje de beber tanto alcohol») no sirve.
La pregunta crucial, la que realmente nos interesa, es: ¿cuál es la causa última que hace que el alcoholismo tenga lugar? La causa última incluye estos factores:
No siempre hemos estado tan obsesionados con las calorías, a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad, la obesidad ha sido infrecuente, los individuos de las sociedades ancestrales que ingerían dietas tradicionales rara vez se volvían obesos, incluso en los tiempos en que los alimentos eran abundantes.
Sin embargo, a medida que las civilizaciones se fueron desarrollando, la obesidad también lo fue haciendo, a la hora de especular sobre la causa, muchos la identificaron con los carbohidratos refinados del azúcar y los almidones. Todos los alimentos se pueden dividir en tres grupos de macronutrientes: grasas, proteínas y carbohidratos. En la palabra macronutrientes, macro hace referencia al hecho de que la mayor parte de los alimentos que ingerimos están constituidos por estos tres grupos de nutrientes.
Los micronutrientes, que constituyen un porcentaje muy pequeño de los alimentos, incluyen las vitaminas, como la A, B, C, D, E y K, y los minerales, como el hierro y el calcio, todos los almidones y azúcares son carbohidratos, considerado por algunos el padre de la dieta baja en carbohidratos, Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826) publicó en 1825 el influyente manual La Physiologie du goût. En él escribió: La segunda de las principales causas de la obesidad son las sustancias harinosas y amiláceas que el hombre convierte en los ingredientes principales de su alimentación diaria. Como ya hemos dicho, todos los animales que viven de la ingesta de alimentos harinosos crecen gruesos quieran o no, y el hombre no es una excepción a esta ley universal.
Varias décadas más tarde, William Banting (1796-1878), un empresario inglés, redescubrió las propiedades engordadoras de los carbohidratos refinados. En 1863, publicó Letter on Corpulence, Addressed to the Public, que se suele considerar el primer libro de dietética del mundo. Su historia es bastante normal. No era un niño obeso, ni tenía antecedentes familiares de obesidad. Sin embargo, a la mitad de la treintena, empezó a ganar peso. No mucho, tal vez medio kilo o un kilo al año. A la edad de sesenta y dos años, medía 1,68 y pesaba 92 kilos.
Tal vez hoy día no lo veríamos como nada del otro mundo, pero en esa época se le consideraba bastante entrado en carnes. Afligido, buscó el consejo de sus médicos para perder peso. Primero, trató de comer menos, pero eso solo le dejaba hambriento; y, lo que era aún peor, no logró perder peso. A continuación, hizo más ejercicio; se puso a remar por el río Támesis, cerca de su casa, en Londres. Si bien su condición física mejoró, desarrolló un "apetito prodigioso, que me sentía obligado a satisfacer".
En definitiva, tampoco así pudo adelgazar. Finalmente, siguiendo los consejos de su médico, Banting intentó un nuevo enfoque. Con la idea de que los alimentos con azúcar o almidón engordaban, evitó contundentemente el pan, la leche, la fruta, los dulces y las patatas, que habían constituido, previamente, una gran parte de su dieta (lo que hoy consideraríamos una dieta baja en carbohidratos refinados). William Banting no solo perdió peso y pudo mantenerlo, sino que además se encontró tan bien que se sintió obligado a escribir su famoso libro.
El aumento de peso, creía, era el resultado de comer demasiados "carbohidratos que engordan". Durante la mayor parte del siglo siguiente, las dietas bajas en carbohidratos refinados se aceptaron como el tratamiento estándar para la obesidad. En la década de los cincuenta, era algo que estaba muy asumido. Si les preguntaras a tus abuelos acerca de la causa de la obesidad, no te hablarían de calorías; te dirían que dejases de comer alimentos que contuviesen azúcar o almidón. El sentido común y la observación empírica confirmaban esta verdad; los "expertos" en nutrición y las opiniones gubernamentales no eran algo necesario.
El cálculo de las calorías empezó en la primera década del siglo xx con el libro Eat Your Way to Health, escrito por el doctor Robert Hugh Rose como un "sistema científico para controlar el peso". A esta obra le siguió, en 1918, el best seller Diet and Health, with Key to the Calories, de la doctora Lulu Hunt Peters, médica y columnista estadounidense. Herbert Hoover, entonces al frente de la Administración de Alimentos de los Estados Unidos, se convirtió al cálculo de calorías.
La doctora Peters aconsejaba a los pacientes que empezaran con un ayuno, consistente en no ingerir ningún alimento durante uno o dos días, y que luego tomaran, estrictamente, 1.200 calorías diarias. Mientras que el consejo de ayunar se olvidó rápidamente
, los programas modernos de cómputo de calorías no son muy diferentes de los que ella proponía.
En los años cincuenta había una preocupación pública creciente por una presunta "gran epidemia" de enfermedades cardíacas. Estadounidenses aparentemente sanos sufrían ataques cardíacos cada vez con mayor frecuencia. Visto en retrospectiva, era evidente que, en realidad, dicha epidemia no existía.
El descubrimiento de las vacunas y los antibióticos, junto con un mayor saneamiento público, había cambiado el panorama médico. Infecciones previamente letales, como la neumonía, la tuberculosis y las infecciones gastrointestinales, pasaron a ser curables. Las enfermedades del corazón y el cáncer ocasionaban ahora un porcentaje de muertes relativamente mayor, lo cual dio lugar, en parte, a que la gente percibiera erróneamente que había una epidemia.
Esta percepción se vio reforzada por el aumento de la esperanza de vida entre 1900 y 1950 –para un hombre blanco, la esperanza de vida en 1900 era de cincuenta años.7 En 1950, había llegado a ser de sesenta y seis años, y en 1970, casi de sesenta y ocho años–. Si las personas ya no morían de tuberculosis, vivían lo suficiente para tener un ataque al corazón. Actualmente, la edad promedio en que se sufre el primer ataque al corazón es de sesenta y seis años. El riesgo de que un hombre de cincuenta años tenga un ataque cardíaco es sustancialmente más bajo que en el caso de un hombre de sesenta y ocho. Así que la consecuencia natural de una esperanza de vida más larga es una mayor tasa de enfermedades coronarias.
Pero todas las grandes historias necesitan un villano, y a la grasa alimentaria le tocó este papel. Se pensó que hacía subir los niveles de colesterol, una sustancia que se cree que contribuye a las enfermedades cardíacas. Pronto, los médicos empezaron a abogar por una dieta baja en grasas. Con gran entusiasmo y unos argumentos científicos poco sólidos, comenzó la demonización de las grasas. Había un problema, aunque no lo vimos en ese momento.
Como ya sabes, los tres macronutrientes son las grasas, las proteínas y los carbohidratos: reducir la grasa significaba, por tanto, reemplazarla por proteínas o carbohidratos. Dado que muchos alimentos ricos en proteínas, como la carne y el huevo, también son ricos en grasas, es difícil reducir las grasas en la dieta sin reducir también las proteínas. Eso significa que quien se proponga restringir la ingesta de grasa debe aumentar el consumo de carbohidratos, y viceversa –bajo en grasas = alto contenido en carbohidratos–.
Y en el mundo desarrollado, todos estos carbohidratos tienden a ser altamente refinados. Este dilema dio lugar a una disonancia cognitiva significativa. Los carbohidratos refinados no podían ser a la vez buenos (al ser bajos en grasas) y malos (al provocar que se engordara). La solución adoptada por la mayoría de los expertos en nutrición consistió en sugerir que los carbohidratos ya no engordaban. En su lugar, eran las calorías las que lo hacían.
Sin pruebas al respecto o precedentes históricos, se decidió arbitrariamente que el exceso de calorías era lo que causaba el aumento de peso, no unos alimentos específicos. La grasa, el villano de la dieta, se consideraba ahora que hacía subir el peso –un concepto previamente desconocido–. El modelo de las calorías entrantes y salientes empezó a desplazar al modelo predominante de los "carbohidratos engordadores".
Pero no todo el mundo comulgó con el nuevo modelo. Uno de los disidentes más destacados fue el famoso nutricionista británico John Yudkin (1910-1995). Al estudiar la dieta y las enfermedades del corazón, no encontró ninguna relación entre la grasa y las enfermedades cardíacas. Él creía que el principal culpable de la obesidad y las enfermedades del corazón era el azúcar. Su libro de 1972, Pure, White and Deadly: How Sugar Is Killing Us, es inquietantemente profético (y debería ganar el premio al Mejor Título de Libro de Todos los Tiempos). El debate científico oscilaba entre si había que culpar a las grasas o al azúcar.
El azúcar hace engordar. Este hecho nutricional es aceptado por casi todo el mundo. La Guía alimentaria para los estadounidenses de 1977 advertía claramente contra los peligros del consumo excesivo de azúcar, pero este mensaje se perdió con la histeria antigrasas que se extendió a continuación. La grasa alimentaria pasó a ser la gran preocupación de los compradores que eran conscientes de los temas de salud, y el contenido en azúcar de los alimentos pasó a ser ignorado u olvidado. Los paquetes de gominolas y otros dulces empezaron a proclamar con orgullo que sus contenidos estaban libres de grasas –el hecho de que esos productos fuesen azúcar casi en un 100% no parecía molestar a nadie–. El consumo de azúcar no paró de aumentar entre los años 1977 y 2000 y, paralelamente, subieron las tasas de obesidad. La diabetes acudió con un desfase temporal de diez años.
Lo peor de todo, con diferencia, son las bebidas con azúcar añadido (las bebidas sin alcohol, los refrescos y, más recientemente, los tés y zumos azucarados). La industria de los refrescos mueve 75.000 millones de dólares y, hasta fechas recientes, no ha conocido más que tiempos prósperos.
La ingesta per cápita de bebidas azucaradas se duplicó en los años setenta. En los ochenta, se habían vuelto más populares que el agua del grifo. Hacia 1998, los estadounidenses bebían doscientos doce litros de refrescos anuales. En el año 2000, las bebidas con azúcar añadido aportaban el 22% del azúcar que se encontraba en la dieta media, en comparación con el 16% que aportaban en 1970. Ningún otro grupo alimenticio se acercaba, ni remotamente, a esa cifra.
A partir de entonces, este tipo de bebidas no cesaron de perder popularidad. Entre 2003 y 2013, el consumo de refrescos en los Estados Unidos cayó cerca del 20%.2 Los tés helados y las bebidas deportivas azucaradas intentaron, valientemente, ocupar su lugar, pero fueron incapaces de frenar los vientos del cambio.
En 2014, Coca-Cola llevaba nueve años consecutivos perdiendo ventas, coincidiendo con el incremento de la preocupación por la repercusión del azúcar en la salud. Preocupada por el deterioro de su salud y la prominencia de la circunferencia de su cintura, la gente estaba menos dispuesta a beber una bebida tóxica y azucarada.
Actualmente, estas bebidas se hallan ante una fuerte oposición política –desde los impuestos que se han propuesto gravar sobre los refrescos hasta el más reciente esfuerzo del diputado Alfonso Ramírez Cuéllar– por aumentar impuesto a refrescos. Algunos de los problemas, por supuesto, son autoinfligidos.
Coca-Cola se pasó décadas convenciendo a la gente de que bebiese más refrescos. Tuvo un éxito sin paliativos, pero ¿a qué coste? Cuando la crisis de obesidad se agravó, esta y otras empresas pasaron a recibir todo tipo de oposición. Pero los defensores del azúcar no se rindieron tan fácilmente. Sabedores de que estaban librando una batalla perdida en gran parte de Norteamérica y Europa, apuntaron a Asia para compensar los beneficios perdidos, de modo que, en Asia, el consumo de azúcar está aumentando casi en un 5% al año, aunque se haya estabilizado o haya descendido en los países occidentales.
El resultado ha sido una catástrofe diabética
. Se calcula que, en 2013, el 11,6% de los adultos chinos tenían diabetes tipo 2, marca que superó la del eterno campeón hasta el momento: los Estados Unidos, con el 11,3%. Desde 2007, veintidós millones de chinos recibieron el diagnóstico de diabetes –una cantidad de población cercana a la que vive en Australia–. Este hecho resulta especialmente sorprendente si se tiene en cuenta que solo el 1% sufría diabetes tipo 2 en 1980.
En una sola generación, la tasa de diabetes ha aumentado en un espantoso 1.160%. El azúcar, más que cualquier otro carbohidrato refinado, parece engordar particularmente y conduce a la diabetes tipo 2. El consumo diario de bebidas azucaradas no solo va asociado con un riesgo significativo de subir de peso, sino que también aumenta el riesgo de contraer diabetes en un 83% en comparación con el hecho de ingerir menos de una bebida azucarada al mes.
Pero ¿el culpable es el azúcar o son las calorías? Hay un estudio de análisis de datos que sugiere que la prevalencia de la diabetes aumenta en un 1,1% por cada 150 calorías de azúcar adicionales que se ingieren (por persona y día). Ningún otro grupo de alimentos ha mostrado una relación significativa con la diabetes. Esta enfermedad se correlaciona con el azúcar, no con las calorías. La sacarosa, contra toda lógica y todo sentido común, no se había considerado perjudicial para los diabéticos.
En 1983, el doctor J. Bantle, destacado endocrinólogo, afirmó en The New York Times que «el mensaje es que los diabéticos pueden comer alimentos que contengan azúcar ordinario, si mantienen la cantidad de calorías al mismo nivel de forma constante». La Agencia de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA, por sus siglas en inglés) llevó a cabo una revisión exhaustiva en 1986. Citando más de mil referencias, el Grupo de Trabajo sobre el Azúcar de este organismo declaró que "no hay pruebas concluyentes de que los azúcares constituyan un peligro".
En 1988, la FDA volvió a afirmar que el azúcar cabía "reconocerlo, en general, como seguro". Un año más tarde, un informe de la Academia Nacional de Ciencias, que llevaba por título La dieta y la salud: implicaciones para la reducción de las enfermedades crónicas, intervino con la opinión de que "el consumo de azúcar (por parte de quienes llevan una dieta adecuada) no se ha establecido como un factor de riesgo de ninguna enfermedad crónica aparte de la caries dental en los seres humanos". Sí, la caries dental.
Parecía que a nadie le preocupaba la posibilidad de que comer más azúcar elevase el nivel de azúcar en sangre. Incluso en 2014, el sitio web de la Asociación Estadounidense de la Diabetes declaraba que "los expertos están de acuerdo en que se pueden sustituir pequeñas cantidades de azúcar por otros alimentos que contengan carbohidratos en la planificación de las comidas". ¿Por qué engorda tanto el azúcar? Se trata de una sustancia que se considera a veces como «calorías vacías», que contienen pocos nutrientes. También se piensa que hace que los alimentos sean más "sabrosos" y "gratificantes", lo cual fomenta el consumo excesivo de dichos alimentos y, por ende, la obesidad.
Sin embargo, tal vez el efecto engordador del azúcar se deba a su propia naturaleza, es decir, al hecho de que es un carbohidrato altamente refinado. Estimula la producción de insulina, lo cual ocasiona el aumento de peso. Pero recordemos que la mayoría de los carbohidratos refinados, como el arroz y las papas, tienen también este efecto. ¿Cuál es la especificidad del azúcar que hace que parezca ser especialmente tóxico? El estudio INTERMAP comparó las dietas asiáticas y las occidentales en los años noventa. Los chinos, a pesar de comer muchos más carbohidratos refinados, presentaban tasas de diabetes mucho más bajas. En parte, la razón de ello residía en el hecho de que su consumo de azúcar era mucho menor. La sacarosa presenta una diferencia importante en relación con los otros carbohidratos, un problema específico: la fructosa.
La glucosa es un azúcar cuya estructura molecular básica tiene forma de hexagrama, y pueden utilizarla prácticamente todas las células del cuerpo. Es el principal azúcar que se encuentra en la sangre y circula por todo el organismo. Constituye la fuente de energía preferida del cerebro. Las células musculares toman glucosa de la sangre ávidamente cuando deben aumentar de forma rápida su nivel de energía. Ciertas células, como los glóbulos rojos, solamente pueden obtener su energía de la glucosa. Esta se puede almacenar en el cuerpo de varias formas; por ejemplo, como glucógeno en el hígado. Si las reservas de glucosa escasean, el hígado puede crear más por medio del proceso de la gluconeogénesis (término que significa literalmente ‘hacer nueva glucosa’).
La fructosa, un azúcar cuya estructura molecular básica es un anillo de cinco lados, se encuentra en la fruta de forma natural
. Solamente se metaboliza en el hígado y no circula por la sangre. El cerebro, los músculos y la mayoría de los otros tejidos no pueden usarla directamente para obtener energía. Ingerir fructosa no hace que cambie apreciablemente el nivel de glucosa en la sangre.
El azúcar de mesa es la sacarosa, y se compone de una molécula de glucosa unida a una de fructosa –ambos son azúcares simples (monosacáricos)–. Así pues, la sacarosa es 50% glucosa y 50% fructosa. El jarabe de maíz de alta fructosa está compuesto de fructosa en un 55% y de glucosa en un 45%.
Los carbohidratos están formados por azúcares. Cuando estos carbohidratos contienen un solo azúcar (monosacáridos) o dos azúcares (disacáridos), se denominan carbohidratos simples. Cuando hay cientos o incluso miles de azúcares enlazados en cadenas largas (polisacáridos), se denominan carbohidratos complejos.
Sin embargo, se reconoció hace mucho tiempo que esta clasificación proporcionaba poca información que fuese fisiológicamente útil, ya que solo establece diferencias sobre la base de la longitud de las cadenas. Antes se pensaba que los carbohidratos complejos se digieren más lentamente, lo que hace que aumente menos el azúcar en sangre, pero esto no es así. Por ejemplo, el pan blanco, que está formado por carbohidratos complejos, produce un pico muy rápido del azúcar en sangre, casi tan alto como el que provoca una bebida azucarada.
El doctor David Jenkins reclasificó los alimentos de acuerdo con su efecto sobre la glucosa en sangre a principios de los años ochenta, lo que proporcionó una comparación útil entre los distintos carbohidratos. Este trabajo pionero llevó al desarrollo del índice glucémico. A la glucosa se le dio el valor de 100, y todos los demás alimentos se miden en relación con este valor. El pan, tanto el integral como el blanco, tiene un índice glucémico de 73, que es comparable al de la Coca-Cola, con un valor de 63. En el otro lado del espectro se sitúan, entre otros, los cacahuates, con un valor muy bajo, de solo 7.
Existe la suposición tácita de que la mayoría de los efectos negativos de los carbohidratos se deben a sus efectos sobre la glucosa en sangre, pero esta idea no es necesariamente correcta. La fructosa, por ejemplo, tiene un índice glucémico extremadamente bajo. Además, debe tenerse en cuenta que el índice glucémico mide la glucosa en sangre, no los niveles de insulina en sangre.
¿Cuál es el papel de la fructosa en todo esto? No hace que suba la glucosa en sangre de un modo apreciable, pero está aún más fuertemente ligada a la obesidad y la diabetes que la glucosa. Desde el punto de vista nutricional, ni la fructosa ni la glucosa contienen nutrientes esenciales.
Como edulcorantes, ambas son similares. Sin embargo, la fructosa parece ser especialmente nociva para la salud humana.
La fructosa siempre se consideró un edulcorante benigno a causa de su bajo índice glucémico. Se encuentra de forma natural en las frutas y es el carbohidrato natural más dulce.
¿Qué podía haber de malo en eso? El problema, como suele ocurrir, son las cantidades.
El consumo de frutas naturales aporta solamente pequeñas cantidades de fructosa a la dieta, del orden de 15 a 20 gramos diarios. Las cosas empezaron a cambiar con el consumo diario de fruta y aparte que no es de la región ni de temporada y la aparición del jarabe de maíz de alta fructosa. El consumo de este tipo de azúcar aumentó constantemente hasta el año 2000, cuando llegó a constituir el 9% del total de las calorías ingeridas.
Los adolescentes en particular eran grandes consumidores de fructosa, con 72,8 gramos diarios de ingesta. El jarabe de maíz de alta fructosa se desarrolló en la década de los sesenta como equivalente líquido de la sacarosa. Esta se procesaba a partir de caña de azúcar y de remolacha azucarera. Aunque no era especialmente cara, tampoco era barata. El jarabe de maíz de alta fructosa, sin embargo, podía procesarse a partir del "río" de maíz barato que "fluía" . De modo que este fue el factor decisivo en favor del jarabe de maíz de alta fructosa: era barato.
Este producto encontró su aliado natural en los alimentos procesados. Puesto que era líquido, podía incorporarse fácilmente a ellos. Pero no era esta la única ventaja que ofrecía; también presentaba estas otras: Es más dulce que la glucosa. Evita que el alimento se queme en el congelador. Ayuda a dorar el alimento. Se mezcla fácilmente. Prolonga la vida útil del alimento. Hace que el pan se conserve blando. Tiene un índice glucémico bajo.
Pronto, el jarabe de maíz de alta fructosa llegó a casi todos los alimentos procesados. Las salsas de pizza, las sopas, los panes, las galletas, los pasteles, el kétchup y muchos tipos de salsas contenían, probablemente, jarabe de maíz de alta fructosa. Era barato, y las grandes compañías alimentarias estaban más preocupadas por los costes que por cualquier otra cosa en el mundo. Los fabricantes de alimentos se apresuraron a usar el jarabe de maíz de alta fructosa cada vez que tenían la oportunidad.
La fructosa tiene un índice glucémico extremadamente bajo. La sacarosa y el jarabe de maíz de alta fructosa, con aproximadamente un 55% de fructosa, presentan un índice glucémico significativamente mayor que la glucosa. Además, la fructosa produce un leve incremento de los niveles de insulina en comparación con la glucosa, lo que llevó a muchas personas a considerar que era un tipo de edulcorante más benigno.
Es también el azúcar más presente en la fruta, lo que contribuyó a engrandecer su halo de santidad. ¿Un azúcar presente en la fruta, completamente natural, que no eleva los niveles de azúcar en sangre? Parecía una opción muy saludable. Pero ¿era un lobo con piel de oveja? Puedes apostar tu vida a que sí. La diferencia existente entre la glucosa y la fructosa puede matarte, literalmente.
La consideración en que se tenía a la fructosa empezó a cambiar en 2004, cuando el doctor George Bray, del Centro de Investigación Biomédica Pennington de la Universidad del Estado de Luisiana, demostró que el aumento de la obesidad iba muy parejo con el incremento del uso del jarabe de maíz de alta fructosa. El público fue tomando conciencia de que este jarabe constituía un problema importante para la salud.
Otros expertos señalaron correctamente que el uso del jarabe de maíz de alta fructosa se elevaba en proporción con el menor empleo de la sacarosa. El aumento de la obesidad reflejaba ciertamente la subida del consumo total de fructosa, tanto si esta procedía de la fruta, la sacarosa como del jarabe de maíz de alta fructosa. Pero ¿por qué es tan nociva la fructosa?
Los peligros de la fructosa en la dieta iban recibiendo cada vez mayor atención y los estudiosos se apresuraron a investigar. La glucosa y la fructosa difieren de muchas maneras significativas. Mientras que casi todas las células del cuerpo pueden usar la glucosa para obtener energía, ninguna tiene la capacidad de utilizar la fructosa. Mientras que la glucosa requiere la insulina para poder ser absorbida al máximo, la fructosa no la necesita en absoluto; una vez dentro del cuerpo, solo el hígado puede metabolizarla. Mientras que la glucosa se puede dispersar a través del cuerpo para que este la emplee como energía, la fructosa es enviada, como un misil teledirigido, al hígado.
El exceso de fructosa supone una presión significativa para el hígado, ya que no hay otros órganos que le puedan ayudar. Es como la diferencia que hay entre presionar con un martillo y hacerlo con la punta de una aguja: se necesita mucha menos presión si todo está dirigido a un solo punto.
En el hígado, la fructosa se metaboliza rápidamente en glucosa, lactosa y glucógeno. El cuerpo gestiona el consumo excesivo de glucosa a través de varias vías metabólicas bien definidas, como el almacenamiento de glucógeno y la lipogénesis de novo (la creación de nueva grasa). La fructosa no cuenta con un sistema como este. Cuanto más se come, más se metaboliza. La conclusión es que el exceso de fructosa se convierte en grasa en el hígado. Los altos niveles de estos azúcares dan lugar a la patología conocida como hígado graso, que es absolutamente crucial para el desarrollo de la resistencia a la insulina en el hígado.
Hace tiempo que se descubrió que la fructosa produce directamente resistencia a la insulina. Ya en 1980 se llevaron a cabo experimentos que demostraron que la fructosa (pero no la glucosa) provocaba resistencia a la insulina en los seres humanos. Los sujetos del estudio fueron personas sanas a las que se les dieron 1.000 calorías adicionales de glucosa o fructosa al día. El grupo de la glucosa no mostró ningún cambio en cuanto a la sensibilidad a la insulina. El de la fructosa, sin embargo, presentó un empeoramiento del 25% con respecto a dicha sensibilidad, ¡en solo siete días!
Un estudio de 2009 mostró que podía inducirse prediabetes en voluntarios sanos en solo ocho semanas. Los participantes ingirieron el 25% de sus calorías diarias a través del concentrado de frutas en polvo conocido como Kool-Aid endulzado con glucosa o fructosa. Puede parecer mucho azúcar, pero esta es la cantidad que consumen muchas personas en sus dietas. Con su bajo índice glucémico, la fructosa hizo subir mucho menos los niveles de glucosa en sangre. A pesar de ello, el grupo de la fructosa, pero no el de la glucosa, contrajo prediabetes a las ocho semanas.
Los niveles de insulina, así como las tasas de resistencia a ella, se mostraron significativamente más elevados en el grupo de la fructosa. Solo seis días de consumo excesivo de fructosa dan lugar a resistencia a la insulina. A las ocho semanas, aparece la prediabetes. Y ¿qué sucede tras décadas de alto consumo de fructosa? El consumo excesivo de fructosa conduce directamente a una resistencia a la insulina permanente.
La insulina se libera de forma natural cuando comemos. Dirige parte de la glucosa entrante a estar disponible como energía y otra parte a ser almacenada para un uso posterior. A corto plazo, la glucosa se almacena como glucógeno en el hígado, pero el espacio de almacenamiento que tiene este órgano para el glucógeno es limitado. Cuando está lleno, el exceso de glucosa se almacena como grasa, es decir, el hígado comienza a fabricar grasa a partir de la glucosa a través de la lipogénesis de novo.
Después de las comidas, cuando los niveles de insulina disminuyen, este proceso se invierte. Al no entrar energía alimentaria, debe usarse la que hay almacenada. Las reservas de glucógeno y de grasa del hígado se convierten de nuevo en glucosa y se distribuyen al resto del cuerpo para que este las emplee como fuentes de energía. El hígado actúa como un globo. Cuando entra energía, se hincha. Cuando se necesita energía, se desinfla. El hecho de equilibrar los períodos de alimentación y ayuno a lo largo del día garantiza que no se gane ni pierda grasa.
Pero ¿qué sucede si el hígado ya está lleno de grasa? La insulina intenta forzar que haya más grasa y azúcar en el hígado, aunque este ya esté completo. Así como es más difícil inflar un globo totalmente inflado, a la insulina le resulta más difícil intentar meter más grasa en un hígado graso. En este caso, se necesitan niveles cada vez más altos de insulina para trasladar la misma cantidad de energía al hígado. El cuerpo es ahora resistente a los esfuerzos de la insulina, ya que los niveles normales no son suficientes para introducir más azúcar en el hígado. He aquí un hígado resistente a la insulina.
El hígado, como un globo sobreinflado, trata de expulsar el azúcar a la circulación sanguínea, por lo que también se precisan continuamente altos niveles de insulina para mantener el azúcar almacenado en el hígado. Si los niveles de insulina empiezan a decaer, la grasa y el azúcar acumulados salen rugiendo. Para compensarlo, el cuerpo sigue aumentando esos niveles.
Por lo tanto, la resistencia a la insulina conduce a niveles más altos de esta hormona. Los altos niveles de insulina estimulan más almacenamiento de azúcar y grasa en el hígado, lo que da lugar a un mayor exceso de grasa en un hígado ya graso, y esto causa una mayor resistencia a la insulina. Tenemos de nuevo el típico círculo vicioso.
La sacarosa, que constituye una mezcla de glucosa y fructosa al 50%, juega por lo tanto un doble papel en la obesidad: la glucosa es un carbohidrato refinado que estimula directamente la insulina, mientras que el consumo excesivo de fructosa da lugar al hígado graso, una patología que provoca, directamente, resistencia a la insulina. A largo plazo, la resistencia a la insulina también conduce a un aumento de los niveles de esta, que a su vez hacen que se incremente la resistencia a la insulina...
La sacarosa estimula la producción de insulina tanto a corto como a largo plazo. De esta manera, es el doble de perjudicial que la glucosa. El efecto de la glucosa es evidente en el índice glucémico, pero el efecto de la fructosa está completamente oculto. Este hecho indujo a los científicos a minimizar el papel de la sacarosa en la obesidad.
Por fortuna, finalmente se ha reconocido el papel del azúcar en el aumento de peso. Reducir la ingesta de azúcares, fruta y dulces siempre ha sido el primer paso para lograr una reducción de peso en prácticamente todas las dietas de la historia. Los azúcares no son meras calorías vacías o meros carbohidratos refinados: son mucho más peligrosos que eso, ya que estimulan tanto la insulina como la resistencia a esta.
El hecho de que el azúcar engorde tanto se debe a la estimulación de la resistencia a la insulina por parte de la fructosa, que permanece latente durante años o incluso décadas antes de volverse manifiesta. Los estudios sobre la alimentación a corto plazo no detectan en absoluto este efecto, como lo demuestra un reciente análisis sistémico: tras examinarse muchos estudios de menos de una semana de duración, la conclusión fue que la fructosa no muestra tener ningún efecto especial más allá de su aporte calórico.
Esto es como analizar estudios sobre el consumo de tabaco de unas cuantas semanas de duración y llegar a la conclusión de que fumar no ocasiona cáncer de pulmón. Los efectos del azúcar, así como la obesidad, se gestan a lo largo de décadas, no días. Esto explica la aparente paradoja del comedor de arroz asiático. El estudio INTERMAP de la década de los noventa encontró que los chinos comían cantidades muy altas de arroz blanco pero padecían poca obesidad. La clave era que su consumo de sacarosa era extremadamente bajo, lo que minimizaba el desarrollo de la resistencia a la insulina. Cuando su consumo de sacarosa empezó a aumentar, comenzaron a desarrollar resistencia a la insulina. En combinación con su elevada ingesta de carbohidratos original (arroz blanco), ya tenemos la receta del desastre diabético que están afrontando en este momento.
Si quieres evitar ganar peso, elimina todos los azúcares añadidos de tu dieta. En esto, al menos, todo el mundo puede estar de acuerdo. No los reemplaces con edulcorantes artificiales, los cuales, también son nocivos y ¡Asiste a nuestra Conferencia de Obesidado bien programa una consulta con nosotrosy te acompañaremos en tu proceso de curación!
A pesar del desastre que es la epidemia de obesidad, soy bastante optimista, pues tal vez hemos empezado a darle la vuelta a la situación. Por fin se acumulan las pruebas en este sentido. El aumento incesante de la obesidad en los países occidentales es preocupante. La disminución de la presencia de los azúcares en la dieta tiene un papel nada desdeñable en esta victoria.
Su salud se ve amenazada por todas las direcciones. Estamos rodeados de toxinas ambientales, alimentos ultraprocesados, campos electromagnéticos, organismos transgénicos (OGM) subsidiados por el gobierno y una variedad de otros peligros. Es simplemente imposible protegerse a menos que cuente con información saludable de vanguardia.
Fuentes y referencias:
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